El místico del Siglo XVI, Ignacio de Loyola, decía de sí mismo que, en el momento de su conversión, no tuvo a nadie que le guiara, sino que el Señor en persona le instruyó como un maestro instruye a un niño. Y al final llegó a decir que, aunque fueran destruidas todas las Escrituras, él seguiría creyendo lo que las Escrituras revelan, porque el Señor se lo había revelado a él personalmente.
Cristiano:
Yo no he tenido la misma suerte que Ignacio, Señor. Por desgracia, ha habido demasiadas personas a las que he podido acudir en busca de orientación. Y ellas me han acosado con sus constantes enseñanzas, hasta que, debido al estrépito, apenas he podido escucharte a Ti, por más que me esforzara. Nunca he tenido la fortuna de tener un conocimiento de Ti de primera mano, porque ellos solían decirme: "Nosotros somos los únicos maestros que has de tener; quien nos escucha a nosotros a Él le escucha".
Pero no tengo razón para echarles la culpa o para lamentar que hayan estado presentes en los primeros años de mi vida. Es a mí a quien debo culpar. Porque no he tenido la suficiente firmeza para silenciar sus voces; ni el valor para buscar por mí mismo; ni la determinación para esperar a que Tú hablaras; ni la fe en que algún día, en algún lugar, habrías de romper tu silencio y me hablarías.
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