Se hallaba en cierta ocasión Nasruddin –que tenía su día filosófico- reflexionando en alta voz: “Vida y muerte… ¿quién puede decir lo que son?” Su mujer, que estaba trabajando en la cocina le oyó y dijo: “Los hombres sois todos iguales, absolutamente estúpidos. Todo el mundo sabe que cuando las extremidades de un hombre están rígidas y frías, ese hombre está muerto”.
Nasruddin quedó impresionado por la sabiduría práctica de su mujer. Cuando, en otra ocasión se vio sorprendido por la nieve, sintió cómo sus manos y sus pies se congelaban y se entumecían. “Sin duda estoy muerto”, pensó. Pero otro pensamiento le asaltó de pronto: “¿Y qué hago yo paseando, si estoy muerto? Debería estar tendido, como cualquier muerto respetable”. Y esto fue lo que hizo.
Una hora después, unas personas que iban de viaje pasaron por allí y, al verle tendido junto al camino, se pusieron a discutir si aquel hombre estaba vivo o muerto. Nasruddin deseaba con toda su alma gritar y decirles: “Estáis locos. ¿No veis que estoy muerto? ¿No veis que mis extremidades están frías y rígidas?”. Pero se dio cuenta de que los muertos no deben hablar. De modo que refrenó su lengua.
Por fin, los viajeros decidieron que el hombre estaba muerto y cargaron sobre sus hombros el cadáver para llevarlo al cementerio y enterrarlo. No habían recorrido aún mucha distancia cuando llegaron a una bifurcación. Una nueva disputa surgió entre ellos acerca de cuál sería el camino del cementerio. Nasruddin aguantó cuanto pudo, pero al fin no fue capaz de contenerse y dijo: “Perdón, caballeros, pero el camino que lleva al cementerio es el de la izquierda. Ya sé que se supone que los muertos no deben hablar, pero he roto la norma sólo por esta vez y les aseguro que no volveré a decir una palabra”.
Cuando la realidad choca con una creencia rígidamente afirmada, la que sale perdiendo es la realidad.
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