Era un tipo difícil. Pensaba y actuaba de distinto modo que el resto de nosotros. Todo lo cuestionaba. ¿Era un rebelde, o un profeta, o un psicópata, o un héroe? "¿Quién puede establecer la diferencia?", nos decíamos. "Y en último término, ¿a quién le importa?".
De manera que le socializamos. Le enseñamos a ser sensible a la opinión pública y a los sentimientos de los demás. Conseguimos conformarlo. Hicimos de él una persona con la que se covivía a gusto, perfectamente adaptada. En realidad, lo que hicimos fue enseñarle a vivir de acuerdo con nuestras expectativas. Le habíamos hecho manejable y dócil.
Le dijimos que había aprendido a controlarse a sí mismo y le felicitamos por haberlo conseguido. Y él mismo empezó a felicitarse también por ello. No podía ver que éramos nosotros quienes le habíamos conquistado a él.
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Un individuo enorme entró en la abarrotada habitación y gritó: "¿Hay aquí un tipo llamado Murphy?". Se levantó un hombrecillo y dijo: "Yo soy Murphy".
El inmenso individuo casi lo mata. Le rompió cinco costillas, le partió la nariz, le puso los ojos morados y le dejó hecho un guiñapo en el suelo. Después salió pisando fuerte.
Una vez que se hubo marchado, vimos con asombro como el hombrecillo se reía entre dientes. "¡Cómo he engañado a ese tipo!", dijo suavemente. "¡Yo no soy Murphy!" ¿ja ja ja!".
Una sociedad que domestica a sus rebeldes ha conquistado su paz, pero ha perdido su futuro.
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