El comandante en jefe de las fuerzas de ocupación le dijo al alcalde de la aldea: “Tenemos la absoluta seguridad de que ocultan ustedes a un traidor en la aldea. De modo que, si no nos lo entregan, vamos a hacerles la vida imposible, a usted y a toda su gente, por todos los medios a nuestro alcance”.
En realidad, la aldea ocultaba a un hombre que parecía ser bueno e inocente y a quien todos querían. Pero ¿qué podía hacer el alcalde, ahora que se veía amenazado el bienestar de toda la aldea? Días enteros de discusiones en el Consejo de la aldea no llevaron a ninguna solución. De modo que, en última instancia, el alcalde planteó el asunto al cura del pueblo. El cura y el alcalde se pasaron toda una noche buscando en las Escrituras y, al fin, apareció la solución. Había un texto en las Escrituras que decía “Es mejor que muera uno solo por el pueblo y no que perezca toda la nación”.
De forma que el alcalde decidió entregar al inocente a las fuerzas de ocupación, si bien antes le pidió que le perdonara. El hombre le dijo que no había nada que perdonar, que él no deseaba poner a la aldea en peligro. Fue cruelmente torturado hasta el punto de que sus gritos pudieron ser oídos por todos los habitantes de la aldea. Por fin fue ejecutado.
Veinte años después pasó un profeta por la aldea, fue directamente al alcalde y le dijo: “¿Qué hiciste? Aquel hombre estaba destinado por Dios a ser el salvador de este País. Y tú le entregaste para ser torturado y muerto”.
“¿Y que podía hacer yo?”, alegó el alcalde. “El cura y yo estuvimos mirando las Escrituras y actuamos en consecuencia”.
“Ese fue vuestro error”, dijo el profeta. “Mirasteis las Escrituras, pero deberíais haber mirado a sus ojos”.
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