Cuentan las crónicas que Tomás de Aquino, uno de los teólogos más portentosos de la historia, hacia el final de su vida dejó de pronto de escribir. Cuando su secretario se le quejaba de que su obra estaba sin concluir, Tomás le replicó: “Hermano Reginaldo, hace unos meses, celebrando la liturgia, experimenté algo de lo Divino. Aquel día perdí todas las ganas que tenía de escribir. En realidad, todo lo que he escrito acerca de Dios me parece ahora como si no fuera más que paja”.
¿Cómo puede ser de otra manera cuando el intelectual se hace místico?
Cuando el místico bajó de la montaña se le acercó el ateo, el cual le dijo con aire sarcástico:
“¿Qué nos has traído del jardín de las delicias en el que has estado?”.
Y el místico le respondió: “En realidad tuve intención de llenar mi faldón de flores para, a mi regreso, regalar algunas de ellas a mis amigos. Pero estando allí, de tal forma me embriagó la fragancia del jardín que hasta me olvidé del faldón”.
Los maestros de Zen lo expresan más concisamente: “El que sabe no habla. El que habla no sabe”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario